domingo, 15 de diciembre de 2013

La guerra de las arañas

         Quiero compartir con vosotros el fragmento inicial de La guerra de las arañas, saga de relatos que le da nombre a mi segundo libro de cuentos.
         Si os gusta, podéis encontrarlo en las webs de Amazon y La Casa del Libro... y hacer un regalo navideño terrorífico.

  
         La guerra de las arañas

         Hace unas décadas, los seres humanos libramos una guerra contra las arañas. Y la perdimos.
         Bueno, en realidad no eran arañas, esos seres de formas aberrantes, que nos dan tanto miedo porque parecen llenos de agujas para pinchar y tenazas para morder. ¡Ojalá hubieran sido arañas! Ellas respiran nitrógeno y oxígeno, expulsan CO2. Haberse dejado dominar por las arañas habría sido una faena para el Homo Sapiens, pero la Tierra habría seguido respirando, sólo que con menos autopistas y más telas de araña. Los araknos van más allá; los araknos están envenenando al planeta entero para convertirlo en una réplica de la bola apestosa de la que provienen, allá en el fondo de la galaxia, en alguna de esas estrellas heladas que nos miran impasibles en las noches frías.

         Claro que no nos derrotaron sin lucha, aunque, como siempre, nuestro peor enemigo fuimos nosotros mismos. Los propios animales se pusieron de parte nuestra: de parte del planeta Tierra. Los pájaros empezaron muy pronto a atacar a los araknos en vuelos suicidas; especies nocturnas como el búho les profesaron un odio especial hasta que fueron prácticamente exterminados. Y también las víboras, quizás celosas de que aquellos seres de dos patas, dos tentáculos y dos brazos les quitasen su primacía entre los enemigos del Hombre. El Génesis mandado al cubo de la basura por la aparición de aquellos seres a los que Adán no se atrevió a poner nombre, a quienes Noé lanzó sus maldiciones mientras el agua subía por las amuras del Arca, escuchando a sus espaldas los gritos de odio y de terror de los demás animales enjaulados de dos en dos...

         Me avergüenza decir que sólo los humanos han pactado con los araknos. Los gatos abandonaron las aldeas tan pronto los primeros marcianos de panza hinchada y ojos encarnados entraron tambaleándose, precedidos por los alcaldes de las comunidades que se rindieron. Los perros retrocedieron aullando entre dientes, las ratas se escabulleron al ver que de aquellos seres orondos y de piel de cuero no iban a poder aprovechar ni los deshechos.

         Hay enemistad permanente entre los araknos y otros horrores más cotidianos y sin duda terráqueos, miembros de nuestra dinastía. En las aguas del Pacífico, los tiburones blancos se lanzan como torpedos contra las naves de exploración anfibia de los araknos; en la sabana africana, los leones y las hienas hacen huir a los destacamentos marcianos hasta las trampas excavadas por los guerreros bemba y los masái, mientras los buitres cargan en barrena y los francotiradores de la Resistencia apuntan al sitio más débil: la escafandra natural que transforma nuestro aire en esa mezcla de gases que llenan los pulmones de los araknos. Se sabe que los enjambres de avispas se lanzan en tromba sobre ellos, quizás provocadas por los efluvios venenosos que secretan, aunque no consiguen perforar su piel de cetáceo. Las cucarachas se muestran indiferentes, al igual que las arañas de verdad.
    (...)

     Todo esto que les estoy contando son conocimientos básicos, es parte del temario de Neobiología que estudian los niños de ocho años en las escuelas de los pueblos sometidos. La agresividad, la inteligencia, la capacidad de actuar de manera coordinada, la tasa elevadísima de reproducción, e incluso los cambios fundamentales que introducían en los ecosistemas, esto es, en el aire y el agua de la Tierra, son cosas que ya se conocían en 2021, poco más de un año después del primer contacto entre civilizaciones. Así y todo, nuestros científicos, alentados por los políticos a base de subvenciones millonarias, alentaron el aumento y proliferación de colonias de araknos. Pensaban que aquellos seres habían atravesado el espacio, soportando una hibernación de siglos, para someterse a los manoseos de los veterinarios.

     La ingenuidad de los científicos, la codicia de empresarios y políticos, se vio reforzada por la asombrosa pasividad con que las primeras generaciones de araknos se dejaron cortar y pinchar aquí y allá. Eran feos como bulldogs con dolor de estómago, y su primera reacción tras salir del huevo era lanzarse contra las paredes del laboratorio como en una película de miedo, pero a las pocas horas se sometían a los manoseos de sus amos humanos. Muchos de nosotros pensamos que su inteligencia colectiva -la puta telepatía que traen de serie- les había hecho comprender que había que calmarse y aceptarlo todo, incluyendo aberraciones como la vivisección, hasta alcanzar un número suficiente de ejemplares adultos. Tragar y tragar hasta que la especie tuviera la fuerza suficiente.

     La conquista silenciosa del planeta se prolongó durante más de veinte años. Nuestros científicos creen que aprovecharon aquel tiempo para ir tomando nota de cómo funcionaba nuestro mundo. Un arakno encerrado en la base de Nevada ve pasar a una enfermera embarazada y enseña a sus compañeros del resto del mundo cómo y dónde se gestan los seres humanos. Otro aprende a navegar por Internet mientras ve chatear a los médicos que lo mantienen atado a una camilla. En varias docenas de países, las veinticuatro horas del día, hay araknos que nos ven actuar, escuchan cómo hablamos y cuáles son nuestras preocupaciones principales. Poseer objetos, copular con las hembras, alimentar a las crías, escapar del dolor y de algo que llamamos cáncer. Todos los científicos coinciden en que a los araknos en cautividad les encantaba ver la tele. En nuestra soberbia pensamos que las imágenes en movimiento, los diálogos y la música les habían hipnotizado como a un gato en presencia de un puntero láser. Evidentemente estaban aprendiendo cómo era el enemigo al que algún día -algún día cada vez más cercano- tendrían que abatir.

         La araknización del planeta Tierra comenzó durante la madrugada del 22 de octubre de 2045. Una fecha que en las ciudades francas llamamos la Conquista, y que en las escuelas de los pueblos sometidos no se enseña. Durante aquella noche, muchos miles de araknos, machos y hembras, jóvenes y adultos, se desengancharon los tubos que pinchaban sus venas, rompieron las correas que los sujetaban a las camillas, arrancaron de cuajo las puertas de sus celdas asépticas, devoraron las cabezas de los médicos, vigilantes y limpiadores que se encontraron a su paso, y antes de salir a las calles introdujeron en los ordenadores una sarta de virus que destruyeron casi por completo Internet, las redes de televisión y las de telefonía móvil, y estuvieron a punto de devolver al ser humano a los tiempos anteriores a Thomas Alva Edison.

         De esta manera los araknos se esparcieron por todas las ciudades del planeta, haciéndose los dueños de edificios, estaciones de trenes, embalses, centrales eléctricas, cuarteles, comisarías, centros de comunicación, granjas, invernaderos, puentes, hospitales, arsenales, astilleros, refinerías, aeropuertos, observatorios astronómicos, fábricas, bosques y carreteras.

         Hubo guerra, ya lo creo. Hubo ciudades destruidas por el fuego y las explosiones nucleares; áreas restringidas donde a los humanos se nos cae el pelo y a los araknos se les reseca esa asquerosa pompa con la que filtran nuestra atmósfera. Hubo alianzas que unos años antes nos habrían parecido propias de una película americana de catástrofes.
Capitanas de tanques israelíes instruyendo a barbudos muyaidines de Hamás. Coreanos del Norte compartiendo las ojivas nucleares con sus hermanos del Sur. Taiwán ofreciéndose a los portaaviones de la China comunista; Letonia y Lituania abriéndole sus puertos a los rusos; argentinos y británicos vigilando juntos el paso por el cabo de Hornos; miles de cubanos aplaudiendo el paso de la Segunda Flota yanqui por delante del Malecón. Y alianzas que años antes habrían parecido contra natura, tiburones con ballenas, buitres con búhos, mandriles con hienas, leones con hombres.

         Si algún día las criaturas de la Tierra logramos volver a dominar el planeta que fue nuestro durante varios millones de años, habrá ciertos nombres que pasarán a la Historia escritos con letras de oro, y también otros que entrarán de lleno en las páginas universales de la infamia, un Infierno más abajo que Hitler, Bruto y Judas Iscariote. Porque hubo pueblos traidores, gente a quienes los araknos les perdonaron la vida a cambio de dejar franco un camino, entregar intacta una refinería o un portaaviones, o revelar la contraseña de un nodo de Internet. Seres humanos marcados por los propios araknos con una pulsera de oro, símbolo más de servidumbre que de pacto, que habitan en pueblos de donde perros, gatos y gorriones se marcharon en tropel de la noche a la mañana, con sus corazones puros asqueados ante aquella traición.

     Pueblos cuyo listado llevaba yo de regreso a la Villa de Coy tras haber pasado dos semanas en la ciudad franca de O Cebreiro, uno de los reductos fundamentales en la lucha de los hijos de la Tierra contra los engendros.

         Mi misión había empezado el 22 de octubre de 2070, aniversario del día en que los araknos comenzaron la Conquista del planeta. Las redes de Internet estaban a merced de los invasores, al igual que las ondas de radio, de telefonía y de televisión. La Villa de Coy, antaño una pedanía escondida en los últimos pliegues del inmenso término municipal de Lorca, se había convertido en una de las dos o tres docenas de ciudades-Estado de la antigua nación española; ciudades francas donde no caben los traidores. En ocasiones poco más que pequeños búnkers fortificados, protegidos de los aviones enemigos por globos cautivos que aquí en verano proyectan sus sombras ovaladas por encima de los campos de almendros y en invierno se mecen empujados por los temporales de nieve, que cubren su parte superior dándoles una extraña apariencia de fruta escarchada.



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