domingo, 23 de marzo de 2014

DEP Adolfo Suárez

         La democracia española no nació desde abajo, sino desde arriba. Salvo excepciones muy honrosas, la inmensa mayoría de los españoles estaban bien a gusto sin votar, asumiendo que "si no te metías en líos no te pasaba nada".
         Hizo falta que los dirigentes del Franquismo optaran por cambiar el chip y democratizar el país, dentro de unos límites. Juan Carlos I, Torcuato Fernández-Miranda y Adolfo Suárez, principalmente, cogieron las riendas del país y nos llevaron a la democracia. Y los españoles les seguimos mansamente.
         Jamás hemos sido un pueblo combativo. Nos movemos un pelín ahora, que el hambre está llamando de verdad a nuestras puertas. Yo, personalmente, le agradezco a ciertos jerifaltes franquistas, como Juan Carlos o el mismo Suárez, que vieran que la democracia iba a ser mejor negocio que la dictadura.

         Si no, en España seguiríamos con unas Cortes fantasmales, estamentales. Y todos contentos. Y algunos de nosotros habríamos pasado la infancia viendo a papá en la cárcel o bajo tierra por ser del PCE, o independentista, o anarquista.

Y ya, sin más preámbulos, os dejo con una breve reseña, de la que soy autor, sobre la trayectoria política del ex presidente Suárez, que acaba de fallecer. DEP. Ahora le aplaudirán los mismos que le atacaron, desde dentro y fuera de su partido.


SUÁREZ GONZÁLEZ, Adolfo

Cebreros, Ávila, 1932 - Madrid, 2014.
Jefe de Gobierno de Juan Carlos I.

         Político fundamental en la Transición. Entró en política de la mano de Fernando Herrero Tejedor, un dirigente político conservador, de tendencia reformista. Suárez estaba recién licenciado en Derecho cuando aquél, que acababa de ser nombrado gobernador civil de Ávila, le hizo su ayudante. Desde entonces se fue formando dentro de la Administración franquista, aunque no destacó políticamente. Fue consejero nacional del Movimiento, gobernador civil de Segovia (1968), director general de Radiodifusión y Televisión (1969)... En esta última época, como responsable de la televisión, entabló una relación bastante estrecha con Juan Carlos de Borbón, entonces Príncipe de España. En 1975, Herrero Tejedor fue nombrado ministro secretario general del Movimiento, e hizo vicesecretario general a Suárez. Sin embargo, el ministro falleció a los pocos meses; su sucesor, José Solís, le confirmó en el cargo, pero él prefirió renunciar y pasó a ser delegado del Gobierno en la Compañía Telefónica.
         Fue, asimismo, procurador en Cortes (1967-77) por diversos motivos: elegido por el tercio familiar (por la provincia de Ávila), como miembro del Gobierno y como consejero nacional.
         El 22 de noviembre de 1975, Juan Carlos I se convirtió en Jefe del Estado. El Rey tuvo claro desde el primer momento la necesidad de democratizar España, pero asumió que este proceso -que luego se conoció como la Transición- debía hacerse con suma cautela, para no provocar movimientos revolucionarios ni soliviantar a los franquistas. Tuvo a su lado desde el primer momento a Torcuato Fernández-Miranda, al que hizo presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, pero el Jefe del Gobierno, Carlos Arias Navarro, el otro pilar del edificio político, era un franquista acérrimo. El 12 de diciembre, en aplicación de sus competencias como Jefe del Estado, Juan Carlos I renovó el Consejo de Ministros. Se vio obligado a dejar a Arias en su lugar, para no inquietar a los inmovilistas, pero le rodeó de ministros comprometidos en mayor o menor grado con la reforma democrática: Leopoldo Calvo-Sotelo, Manuel Fraga, José María de Areilza, Alfonso Osorio, Rodolfo Martín Villa... Suárez fue nombrado ministro secretario general del Movimiento.
         Este Gobierno comenzó a desmantelar las leyes franquistas, basándose siempre en la aplicación estricta de la normativa vigente, para acallar las críticas del búnker ultraderechista. Finalmente, el 1 de julio de 1976, el Rey consiguió que Arias le presentara su dimisión, quitándose de enmedio un escollo para la democratización de España y un verdadero enemigo personal. Entonces, Juan Carlos I y Fernández-Miranda debatieron sobre la persona que debería encabezar el Gobierno y llegaron a la conclusión de que Suárez era el político mejor preparado para convertir la dictadura en una monarquía constitucional.
         En aquellos años, Suárez presidía una asociación de derechas llamada Unión del Pueblo Español (UDPE), que actuaba como una facción política, en un momento en que los partidos eran ilegales. El grupo reunía a un conjunto de personalidades provenientes del Movimiento Nacional, que estaban a favor de una cierta reforma política, sin excesos, y aceptaban como Rey a Juan Carlos I. Además de Suárez, la asociación estaba dirigida por Cruz Martínez Esteruelas y Fernando Abril Martorell.
         Para el historiador Paul Preston, al final del franquismo Suárez era "un burócrata arquetípico del Movimiento. Impulsado por una potente ambición (...) era un buen ejemplo del político profesional que se había hecho dentro del régimen, pero percibía instintivamente que éste era una camisa de fuerza para una sociedad que había superado sus constricciones (...). Poseía energía e inteligencia, y una gran capacidad de diálogo. Era lo bastante joven y desconocido para no provocar la inmediata hostilidad de la izquierda, pero lo suficientemente identificado con el régimen para no despertar recelos en la derecha (...). Los franquistas confiaban en él y conocía el sistema al dedillo".[1]
         Para poder nombrarle Jefe del Gobierno, el Rey tuvo que superar un escollo importante: las normas franquistas establecían que el Jefe del Estado tenía que elegir a la persona que deseara, dentro de una lista de tres personas -una terna- previamente votada por el Consejo del Reino. Franco siempre había conseguido que este órgano incluyera a su candidato, pues dominaba completamente a los consejeros, pero éste no era el caso de Juan Carlos I. Sin embargo, Fernández-Miranda, que era el presidente del Consejo del Reino, logró dirigir las votaciones hasta que obtuvo una terna formada por "lo que el Rey me ha pedido", según una respuesta suya que hizo fortuna. Los políticos que integraron la lista fueron Federico Silva, Gregorio López-Bravo y Adolfo Suárez.
         De esta forma, el 3 de julio de 1976, Suárez se convirtió en el segundo Jefe del Gobierno de la monarquía juancarlista. Entre sus ministros destacaron Alfonso Osorio -su mano derecha en aquellos años-, Leopoldo Calvo-Sotelo, Fernando Abril Martorell, Marcelino Oreja, Rodolfo Martín Villa, Landelino Lavilla, el general Fernando de Santiago, el almirante Gabriel Pita da Veiga...
         La opinión pública acogió muy mal este primer Gobierno. El historiador Ricardo de la Cierva publicó en El país un artículo que se hizo famoso, el titulado "Qué error, qué inmenso error". En palabras del periodista Juan Cruz, que vivió estos días desde la redacción del mismo diario, De la Cierva "resumió lo que el periódico y muchos de los españoles de ese momento creían que significaba el nombramiento (...). El periódico, además, hizo una ronda de corresponsales; en todo el mundo se acogía con indiferencia al sucesor de Arias, y la misma indiferencia la sentían los medios informativos, los partidos políticos y los gobiernos extranjeros. Era una decepción".[2]
         Dos de los políticos más carismáticos del momento, Fraga y Areilza, se negaron a formar parte de aquel gabinete, despechados por que el Rey hubiera elegido a alguien más inexperto y desconocido. Desde la izquierda, incluso desde la derecha moderada, se dijo que aquel Gobierno no era más que una continuación del franquismo, que evidenciaba que Juan Carlos I no pretendía democratizar el país. Por la juventud y la inexperiencia de la mayoría de los ministros, a este gabinete se le conoció como "Gobierno de penenes": las siglas de los Profesores No Numerarios (P.N.N.), un colectivo que en aquellos años se había hecho bastante popular por sus reivindicaciones laborales. Los penenes eran profesores que no habían aprobado la oposición, por regla general jóvenes sin demasiada experiencia docente, que trabajaban sin la firmeza y seguridad que da la plaza de funcionario. Llamar penenes a estos ministros era como decir que eran unos recién llegados, cuyo cargo pendía de un hilo, que tenían muy poca experiencia e incluso falta de formación .
         El propio Suárez le dijo a la periodista Victoria Prego: "Uno de los periodistas me preguntó si me consideraba un presidente legítimo. Yo le respondí que yo era un presidente legal, porque la legitimidad sólo pueden darla las urnas. Así comenzó mi andadura como presidente del Gobierno español: ante la sorpresa y la oposición de la inmensa mayoría de los españoles, y, clarísimamente, con la decepción de los que más habían luchado por la democracia. Y yo fui plenamente consciente de ello".[3] Como anécdota, hay que indicar que fue el primer Presidente en ocupar el palacio de La Moncloa, que hasta entonces había sido el lugar en que se hospedaban los mandatarios extranjeros que estaban de visita oficial en España.
         El nuevo Jefe de Gobierno comenzó su andadura con el mayor entusiasmo, acorde con su concepción de sí mismo como "un chusquero de la política". Una de sus primeras medidas fue decretar una amnistía que benefició a decenas de luchadores antifranquistas: comunistas, socialistas, nacionalistas... salieron a la calle, cumpliendo con uno de los requisitos básicos para la democratización del país.
Descontento con tantas reformas, y en especial por la legalización de los sindicatos, el general De Santiago, que era el vicepresidente 1º, presentó su dimisión el 21 de septiembre de 1976, y fue reemplazado por un general comprometido con la democracia, uno de los apoyos más fuertes con los que contó Suárez: Manuel Gutiérrez Mellado.
         El 18 de noviembre de 1976, poco antes del primer aniversario de la muerte de Franco, las Cortes que había nombrado el dictador aprobaron la Ley para la Reforma Política, una norma con el rango de ley fundamental, que derogaba todo el entramado jurídico y político anterior. Esta ley fue el logro supremo de Fernández-Miranda. Los procuradores más abiertos vieron que la norma iba a consolidar los avances conseguidos por el franquismo, cerrando el paso a la república y el marxismo; también se convencieron de que la democratización del país no iba a perjudicar sus intereses económicos ni sus prebendas. La ley fue defendida en las Cortes por Miguel Primo de Rivera y Urquijo, sobrino del líder falangista, lo que le dio un extraordinario valor a su alegato. Fue aprobada por 425 votos a favor, 59 en contra y 13 abstenciones. Dado que la norma preveía la liquidación de esta Cámara y la implantación de un auténtico Parlamento bicameral, esta sesión ha pasado a la Historia como la del "harakiri de las Cortes".
Para cumplir con la legalidad, el 15 de diciembre se celebró un referéndum: la Ley para la Reforma Política fue aprobada con el 95 % de los votos emitidos, mientras que el 2,6 % fueron negativos, y hubo casi un 3 % de abstenciones. En cuanto a la participación, fue del 78% del electorado. El cumplimiento de las formas legales acalló a los franquistas, que deploraron el contenido del texto pero no pudieron oponerse a él, y sobre todo no pudieron soliviantar a miles de españoles neutrales, que se habrían rebelado si les hubieran demostrado que el Rey y Suárez se estaban saltando la legalidad vigente.
Tras el referéndum, el siguiente paso eran las elecciones generales a Cortes Constituyentes, que se anunciaron para el 15 de junio de 1977.
         A finales de diciembre de 1976 se produjo la primera entrevista formal entre Suárez y la oposición política. Las principales formaciones antifranquistas se habían reunido entre ellas en varias ocasiones para fijar las reivindicaciones que iban a hacer, entre las que tenía una importancia destacada la legalización de todos los partidos políticos y organizaciones sindicales; el reconocimiento de los derechos y libertades fundamentales, incluyendo los de huelga y manifestación; la amnistía política; la aceptación de la realidad plurinacional de España; la disolución de los organismos propios del Movimiento Nacional, y la garantía de la neutralidad política de la Administración y los medios de comunicación.
Los líderes de la oposición nombraron una delegación negociadora: la Comisión de los Nueve, que estuvo formada por las siguientes fuerzas: por el Partido Comunista de España, Simón Sánchez Montero (los comunistas habían elegido a Carrillo, pero se decidió que fuera sustituido, por todo lo que éste representaba a los ojos de los franquistas); por el Partido Socialista Obrero Español, Felipe González; por el Partido Socialista Popular, Enrique Tierno Galván; por los socialdemócratas, Francisco Fernández Ordóñez; por los democristianos, Antón Cañellas (líder de Unió); por los liberales, Joaquín Satrústegui; por los nacionalistas catalanes, Jordi Pujol (líder de Convergència Democràtica de Catalunya); por los gallegos, Valentín Paz Andrade; y por los nacionalistas vascos, Julio Jáuregui. La comisión expuso sus reivindicaciones ante Suárez, y debatió largamente sobre la forma de democratizar España sin caer en extremismos ni provocar el ruido de sables.
Durante esta etapa, las diferentes sensibilidades de centro y de derechas se fueron aglutinando, formando partidos políticos. A la izquierda del arco político, las formaciones más fuertes eran, por este orden, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE, dirigido por Felipe González) y el Partido Comunista de España (el PCE de Santiago Carrillo, aún ilegalizado). En algunas partes de España había formaciones nacionalistas de centro y de derechas (Partido Nacionalista Vasco de Juan Ajuriaguerra y Xabier Arzalluz; Convergència Democràtica de Catalunya, de Jordi Pujol). La derecha española estaba representada claramente por Alianza Popular (AP, una coalición fundada por Fraga) y las formaciones residuales de la ultraderecha. Sin embargo, entre el PSOE y AP había un espacio inmenso ocupado por millones de personas de centro y de derechas, disgregadas en numerosas corrientes que se fueron fusionando de manera progresiva.
         Así, en otoño de 1976, varios grupos democristianos (Unión Democrática Española, Izquierda Demócrata-Cristiana) formaron el Partido Popular Demócrata-Cristiano, que estuvo dirigido por Alfonso Osorio y Fernando Álvarez de Miranda. A principios de 1977, éstos se unieron con el Partido Popular (liderado por Pío Cabanillas y José María de Areilza) y dieron lugar al Centro Democrático, en el que destacaron, además, Miguel Herrero de Miñón, Óscar Alzaga y Agustín Rodríguez Sahagún.
         Posteriormente se agregaron el Partido Social Demócrata (Fernando Fernández Ordóñez, Gabriel Cisneros, Rafael Arias-Salgado), el Partido Demócrata Popular (de tendencia liberal, dirigido por Joaquín Garrigues Walker), y otros grupos regionalistas. Finalmente se unió la UDPE liderada por Suárez y Rodolfo Martín Villa. Antes de adherirse a aquel conglomerado, el Jefe de Gobierno puso una condición: la partida de Areilza, a quien no quería tener cerca para que no le hiciera sombra. Sus compañeros transigieron con esta exigencia, y el 3 de mayo de 1977 surgió una gran coalición, Unión de Centro Democrático (UCD). El grupo estuvo dirigido por Suárez, pero dentro de él se mantuvieron las diferencias políticas y las rencillas entre sus dirigentes, los barones, cada uno de los cuales defendía sus propios intereses.
         Leopoldo Calvo-Sotelo, el segundo Jefe de Gobierno que dio la UCD, definió así a la coalición: "Un espacio político de centro con unos rasgos tan imprecisos como atrayentes: la moderación, la tolerancia, la reforma, el arranque sin ruptura desde las instituciones anteriores; y también la libertad, la modernidad, el cambio social hacia el progreso"; el dirigente ucedista anotó además una de las claves del éxito inicial de la formación: "muchas gentes se apuntaron en toda España a aquel líder nuevo, joven, sonriente, que prometía un tránsito suave, pero resuelto, a la democracia". Y es que, en palabras de Paul Preston, "juntos, el Rey y su presidente proyectaban una suerte de dinamismo, juventud y sinceridad que contribuyó a consolidar el favor político de la mayoría silenciosa".[4]
         La Transición siguió adelante, con mayores o menores dificultades. En enero se legalizó la ikurriña, convertida en bandera nacional vasca; en febrero se neutralizó políticamente al Ejército, decretando que los miembros en activo de las Fuerzas Armadas no podrían ocupar cargos de representa­ción... el principal obstáculo para la democratización de España iba a ser la legalización del PCE, que llevaba cuarenta años combatiendo a la dictadura, y que estaba dirigido por Carrillo y Pasionaria, los españoles vivos más odiados por el entramado franquista. Para forzar la situación, viendo la resistencia del Gobierno y la oposición de Felipe González, que sabía que el PCE le iba a quitar muchos miles de votos, Carrillo decidió forzar la situación: a finales de diciembre de 1976 fue detenido por la policía, lo que obligó a Suárez a definirse, tratándole como un delincuente o como un dirigente político.
         Un mes después de la detención de su líder -que fue puesto en libertad provisional-, el PCE tuvo una triste ocasión para mostrar su poder y al mismo tiempo su compromiso con la paz: el 24 de enero de 1977, un grupo de pistoleros de Fuerza Nueva, grupo ultraderechista dirigido por Blas Piñar, asesinó a los abogados laboralistas de un bufete de la calle Atocha, en Madrid, por su vinculación con el Partido y su sindicato, Comisiones Obreras. Los asesinos entraron en el despacho, agruparon a las personas que estaban allí dentro y les ametrallaron, matando a cinco personas e hiriendo a algunas más. En el cortejo fúnebre participaron más de 150.000 personas, que saludaron puño en alto el paso de los féretros en un absoluto silencio, sin provocar el menor escándalo. Lo único que lograron los ultraderechistas fue que la opinión pública viera la fuerza de las formaciones de izquierdas, su disciplina y su voluntad de seguir adelante con un proceso democratizador, sin responder a las provocaciones ni enzarzarse en luchas callejeras como en los años previos a la Guerra Civil. Los comunistas, que habían apostado por la vía jurídica, decidieron solicitar su inscripción en el Registro de Asociaciones Políticas; sin embargo, la Administración envió su expediente al Tribunal Supremo, para que éste decidiera sobre si era legal o no. En el mes de abril, el Supremo declaró su inhibición, y le devolvió la responsabilidad al Gobierno. Así que Suárez decidió legalizarlo sin ningún tipo de escudo legal. Después de cuarenta años, el PCE fue legalizado el 9 de abril de 1977 (Sábado Santo), aprovechando que el país entero estaba paralizado por las vacaciones de Semana Santa. Éste fue, sin duda, uno de los hitos de la Transición.
         La primera reacción política fue la dimisión del ministro de Marina, el almirante Pita da Veiga. Suárez y Gutiérrez Mellado buscaron con rapidez a alguien que se quisiera hacer cargo del ministerio, pero ninguno de los almirantes en activo quiso reemplazar al dimisionario. Finalmente, encontraron a un mando de la Armada comprometido con la democracia: el almirante Pascual Pery Junquera, que había pasado a la reserva a petición propia, y que en alguna ocasión había afirmado que la legalización de los comunistas era algo inevitable que tenía que llegar.
         Unos días después de la salida de Pita da Veiga, presentó su dimisión el titular de Obras Públicas, Calvo-Sotelo, pero por una razón diferente: quería presentarse a las elecciones, cosa que estaba vetada a los miembros del Gobierno por decisión de Suárez, para que los españoles distinguieran entre el Poder Legislativo y el Ejecutivo.
         Otro de los problemas con los que se encontró Suárez fueron las exigencias nacionalistas: en el País Vasco, la ETA se había encenagado en una serie de atentados que iban a continuar durante varias décadas, a despecho del nivel de reforma conseguido. También había fortísimas exigencias nacionalistas en Cataluña, aunque en este territorio el terrorismo fue una opción residual. Para normalizar la situación existente en estas zonas, el 18 de febrero de 1977 Suárez aprobó la creación del Consell General de Catalunya, un organismo preautonómico que fue presidido (a partir del mes de septiembre) por la persona que llevaba veinte años ostentando la legitimidad de la Generalitat de Catalunya: Josep Tarradellas.
         El 30 de mayo, dos semanas antes de las elecciones a Cortes Constituyentes, Fernández-Miranda dimitió como presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, alegando que ya había cumplido con su misión. La razón fundamental de su abandono de la política fue su distanciamiento con Suárez, sobre todo a causa de la entrevista secreta que tuvo éste con Carrillo. Fernández-Miranda se opuso con rotundidad a aquella reunión, pues de haber trascendido habría acabado con la carrera de Suárez y habría comprometido a la Corona, por haber pactado con los enemigos ancestrales del franquismo. Sin embargo, permaneció en el cargo de forma interina hasta que se celebraron las elecciones. En la Legislatura Constituyente fue nombrado senador por designación real, pero Suárez y los dirigentes de UCD le hicieron el vacío y le excluyeron del proceso de confección de la Constitución.
         Las elecciones a Cortes Constituyentes se celebraron el 15 de junio de 1977. Los españoles le dieron la mayoría a UCD, y consagraron al PSOE como el principal partido de la oposición. Entre las principales formaciones con representación parlamentaria estuvieron los comunistas (el PCE y su homólogo catalán, PSUC), los socialistas catalanes y los de Enrique Tierno Galván, el PNV y varios grupos catalanistas, además de AP. Los resultados electorales en los dos comicios que dieron el triunfo a Suárez (éstos y los de 1979) pueden verse en la tabla S7.
         En esta legislatura, el Rey tuvo la prerrogativa de nombrar directamente a un número de senadores: personalidades del mundo de la cultura (Camilo José Cela, Julián Marías, Martí de Riquer, José Ortega Spottorno) y políticos de tendencias diferentes, entre ellos muchos ministros que no pudieron concurrir a las elecciones: Fernández-Miranda, Abril Martorell, Martín Villa, Landelino Lavilla, Marcelino Oreja, Alfonso Osorio, Belén Landáburu, Justino de Azcárate, Enrique Fuentes Quintana... Los diputados eligieron presidente del Congreso a Fernando Álvarez de Miranda, mientras que como presidente del Senado se escogió a Antonio Fontán. Durante esta legislatura existió además la figura del presidente de las Cortes Constituyentes, que reacayó en el jurista Antonio Hernández Gil.
         Después del triunfo electoral, el 3 de julio formó su segundo Gobierno, legitimado esta vez por las urnas. Contó con tres vicepresidentes: Gutiérrez Mellado (para Defensa), Fuentes Quintana (para Asuntos Económicos) y Abril Martorell (para Asuntos Políticos). Entre sus ministros más destacados estuvieron además Oreja, Martín Villa, Lavilla, Fernández Ordóñez, Garrigues Walker, Cabanillas, Alberto Oliart, Íñigo Cavero, Manuel Clavero Arévalo, Ignacio Camuñas... Posteriormente entraron otros ministros como Rafael Calvo Ortega, Jaime Lamo de Espinosa, Calvo-Sotelo y Rodríguez Sahagún.
         El 28 de julio solicitó de forma oficial la adhesión de España a la Comunidad Económica Europea (CEE). En el mes de octubre, el Gobierno firmó uno de los acuerdos clave para la consolidación de la democracia: los Pactos de La Moncloa. Fueron unos convenios económicos y políticos firmados con las principales fuerzas democráticas, rechazando medidas radicales o inaceptables para los grupos más poderosos. Su artífice fue Fuertes Quintana, que le presentó a Suárez un documento base fruto de reuniones con los sectores financieros y laborales (empresarios, sindicatos, técnicos, banqueros, etc).
         Los firmantes se reunieron en el Palacio de La Moncloa en diversas sesiones entre el 8 y el 21 de octubre de 1977, estudiaron con detalle la situación económica española e internacional y llegaron a un consenso sobre temas económicos, jurídicos, sociales y políticos en general. En la confección de los acuerdos participaron economistas destacados de diversas tendencias políticas, como Laureano López Rodó, Fernando Abril Martorell, Ramón Tamames, Joaquín Leguina o José Luis Leal, además del propio Fuentes Quintana.
         El objetivo de estos pactos era que la izquierda aceptase una política económica que iba a contener los aumentos salariales; a cambio, el Gobierno se comprometía a invertir en avances sociales y redistribuir la riqueza. Todo ello, porque se asumía que sin estabilidad económica iba a ser imposible instaurar la democracia. Socialistas y comunistas acabaron por aceptar este acuerdo-marco, que suponía de hecho la aceptación de la economía capitalista de libre mercado. Había además una parte política que reconocía los derechos de los ciudadanos, queriendo cubrir el vacío de la época preconstitucional, pero ésta no fue firmada por AP.
         A finales de 1977 se dieron los primeros pasos en la configuración del mapa autonómico, aunque en esa fecha aún no se planteaba la existencia del Estado de las Autonomías. Después de Cataluña, la siguiente entidad en ver reconocidas sus aspiraciones soberanistas fue el País Vasco. En enero de 1978 se creó el Consejo General Vasco, un organismo preautonómico cuya presidencia recayó en el socialista Ramón Rubial. Otras partes de España fueron formando organismos semejantes. En la tabla S8 puede consultarse los presidentes preautonómicos y autonómicos que desempeñaron sus funciones durante los mandatos de Suárez.
         La profundidad de las reformas democráticas, junto con la virulencia de los atentados terroristas, y los pasos hacia la descentralización de España, multiplicaron la actividad de la ultraderecha; el 16 de noviembre, los servicios de espionaje desmontaron un intento de golpe de Estado dirigido por el teniente coronel Antonio Tejero, de la Guardia Civil, y el capitán Ricardo Sáenz de Ynestrillas, de la Policía Armada. La intentona se conoció como Operación Galaxia, porque los conspiradores se reunían en la cafetería Galaxia de Madrid.
         Basándose en la Ley para la Reforma Política, en julio de 1977 el Congreso formó una comisión parlamentaria, presidida por el ucedista Emilio Attard, que debería redactar un proyecto de Constitución. Dentro de la comisión se designó una ponencia, encargada de las negociaciones directas. Los ponentes -padres de la Constitución-, fueron elegidos de forma proporcional por las formaciones políticas. UCD escogió a Gabriel Cisneros, Miguel Herrero de Miñón y José Pedro Pérez-Llorca. Los restantes fueron Gregorio Peces-Barba (PSOE-PSC), Manuel Fraga (AP), Miquel Roca (Minoría Catalana) y Jordi Solé Tura (PCE-PSUC). También hay que destacar la labor paralela de dos dirigentes que consensuaron buena parte del texto: Rodolfo Martín Villa y el dirigente socialista Alfonso Guerra.
         Calvo-Sotelo recuerda, a este respecto, un episodio que revela la división que había en UCD ya en aquellos tiempos: en principio se pensó para la ponencia en Cisneros, Herrero de Miñón y un tercer político cuyo nombre no revela; sin embargo, él quiso quitar a alguno de ellos para poner en su lugar a Pérez-Llorca, a quien consideraba muy eficaz. La respuesta de Suárez fue la siguiente: "haz lo que quieras, pero no se puede tocar a Miguel Herrero, que es de Landelino (Lavilla), ni a Gabriel Cisneros, que es de Rodolfo (Martín Villa)".[5]
         Después de superar todo el proceso legal, el 31 de octubre de 1978 las Cámaras aprobaron -cada una por su lado- el proyecto de Constitución. Enseguida fue presentado al pueblo español, para que se pronunciara a favor o en contra mediante un referéndum: éste se celebró el día 6 de diciembre, que desde entonces es el Día de la Constitución. En total votó el 67'11 % de los españoles que tenían derecho a ello; los votos favorables supusieron el 88'54 %, los contrarios el 7'89 %, y hubo un 3'57 % de abstenciones.[6]
         Poco después se convocaron nuevamente elecciones generales, que abrieron la I Legislatura ordinaria. Los comicios se celebraron el 3 de abril de 1979, y volvieron a darle la victoria a Suárez, que supo meter el miedo en el cuerpo de muchos españoles al recordarles que el PSOE era un partido que se definía como marxista. Ese mismo día se celebraron las primeras elecciones autonómicas navarras, que fueron fruto de un pacto entre el Gobierno y la Diputación Foral. De esta forma se reconoció que los derechos forales navarros habían seguido perdurando históricamente, y que la autonomía que estaba a punto de constituirse tenía un origen anterior al pacto constitucional.
         Después de las elecciones generales, Suárez volvió a ser el Jefe de Gobierno, y de inmediato renovó su gabinete. Gutiérrez Mellado y Abril Martorell siguieron siendo los vicepresidentes. En cuanto a sus ministros, estuvieron, entre otros, Calvo-Sotelo, Oreja, Rodríguez Sahagún, Pérez-Llorca, Cavero, Garrigues Walker, Lamo de Espinosa, Clavero Arévalo, Calvo Ortega, Rafael Arias-Salgado, Jaime García Añoveros, Jesús Sancho Rof... en definitiva, la mayoría de los barones de UCD, fueran liberales, democristianos o socialdemócratas.
         El 25 de octubre de 1979, los catalanes y los vascos celebraron sendos referéndums, para aprobar sus estatutos de autonomía (conocidos como el de Sau y el de Guernica, respectivamente). Tras los resultados positivos en ambas convocatorias, fueron aprobados por las Cortes el 18 de diciembre de ese mismo año.
         El avance hacia el Estado de Derecho prosiguió en medio de fortísimas tensiones entre demócratas y franquistas. El 1 de febrero de 1980 fue asesinada en Madrid Yolanda González, una joven dirigente estudiantil, militante del Partido Socialista de los Trabajadores (PST, de inspiración trotskista), que había sido secuestrada el día anterior por los ultraderechistas Emilio Hellín e Ignacio Abad, miembros de Fuerza Nueva.
         Aunque los dos focos más conflictivos en la cuestión autonómica, Euskadi y Cataluña, parecían estar encarrilados de manera adecuada, en febrero de 1980 surgió un nuevo polo de tensión: Andalucía. En diciembre de 1978, los principales partidos andaluces habían firmado el Pacto de Antequera, en el que se comprometían a aunar esfuerzos para conseguir la autonomía en el plazo más breve posible (la vía rápida), con el mayor contenido competencial que permitiera la Constitución. Para conseguir ese objetivo, hacía falta un procedimiento especial, que incluía dos referéndums: si en el primero se obtenía una mayoría suficiente, los andaluces podrían acogerse a la vía rápida; por su parte, en el segundo se aprobaría o no el texto del estatuto.
         La primera consulta a los andaluces se celebró el  28 de febrero de 1980, y dio una amplia mayoría, pero no la suficiente para acogerse a la vía rápida. Suárez había exigido a los votantes de UCD que se abstuvieran, lo que provocó la dimisión de su ministro de Cultura, Clavero Arévalo, líder de los ucedistas andaluces, que fue sustituido por el historiador Ricardo de la Cierva. Los enfrentamientos entre Madrid y Andalucía continuaron durante bastante tiempo; en esta región, todos los grupos políticos hicieron causa común por poder acogerse a la vía rápida: Clavero Arévalo, Rafael Escuredo (PSOE), Alejandro Rojas-Marcos (Partido Socialista de Andalucía)... fueron un factor más que debilitó a Suárez.
         El 2 de mayo de 1980 remodeló su gabinete. En el nuevo Consejo de Ministros, los nombres más destacados fueron Gutiérrez Mellado, Abril Martorell, Calvo-Sotelo, Oreja, Rodríguez Sahagún, Arias-Salgado, Cavero, García Añoveros, Sancho Rof, Lamo de Espinosa, Pérez-Llorca, De la Cierva, Juan José Rosón, José Luis Álvarez, Luis Gámir...
         Además de la presión de la ultraderecha (civil como militar), a los nacionalistas y a los terroristas, Suárez tuvo que enfrentarse a la maniobra de acoso y derribo provocada fundamentalmente por Felipe González, que le echaba en cara que la coalición estaba dividida, que no tenían programa de Gobierno, y que las reformas eran pocas e insuficientes. El 28 de mayo, González, planteó una moción de censura. Los socialistas sabían que no la podían ganar, porque les faltaban votos, pero quisieron desgastar al Jefe del Gobierno, para dejar en evidencia su falta de control sobre una coalición cuyas contradicciones ideológicas estaban surgiendo cada vez con mayor energía. Esta situación la puso de manifiesto de forma descarnada Alfonso Guerra, cuando le espetó a Suárez: "La mitad de los diputados de UCD se entusiasman cuando oyen en esta tribuna al señor Fraga. La otra mitad lo hace cuando quien habla es Felipe González".[7]
         La moción fracasó, en términos estrictamente parlamentarios: según los datos de Ricardo de la Cierva, Suárez tuvo 180 votos a favor (UCD, más los nacionalistas de Pujol y Rojas-Marcos) y 164 en contra (socialistas, comunistas, AP, PNV y grupo mixto).[8] Sin embargo, fue un factor que desanimó gravemente a Suárez y ayudó a descomponer la UCD, al tiempo que se presentaba al PSOE como la única opción de Gobierno. Como consecuencia de esa pérdida de autoridad y de prestigio, el día 7 de julio los miembros de la Comisión Permanente de la coalición se reunieron con él en una dependencia del Estado ubicada en Manzanares del Real, en la sierra madrileña y le exigieron que en lo sucesivo les sometiera a ellos sus decisiones de Gobierno.
Esta reunión se conoce con el nombre de "la Casa de la Oradera", por una serie de televisión que entonces tenía tantísimo éxito. Los asistentes, además de Suárez, fueron Abril Martorell, Arias-Salgado, Calvo Ortega, Fernández Ordóñez, Garrigues Walker, Lavilla, Martín Villa, Pérez-Llorca, Pío Cabanillas y Alfonso Álvarez de Miranda. Los que se pronunciaron con mayor dureza fueron Garrigues y Martín Villa, mientras que Calvo Ortega y Abril Martorell mostraron su confianza en el Jefe de Gobierno. Aquella reunión reflejó que UCD no era más que un grupo de dirigentes políticos heterogéneos, cada uno de los cuales defendía sus propios intereses, que ya no confiaban en Suárez ni se sentían representados por él.[9]
         El 8 de septiembre de 1980, Suárez reformó el Gobierno por última vez, formando un gabinete de composición semejante al anterior, cuyo rasgo más destacado fue la salida de una de las personas más leales, Abril Martorell, que fue sustituido en su vicepresidencia por Calvo-Sotelo.
         Finalmente, Suárez presentó su dimisión el 29 de enero de 1981. Ésta es una de las medidas que ha generado mayores discusiones en la Historia reciente, para dilucidar las causas reales de la marcha del Jefe del Gobierno. Entre otros factores, se pueden apuntar los siguientes: los ataques de la derecha inmovilista y de la izquierda; el terrorismo; la intervención de los poderes fácticos (Ejército, Iglesia, banca); las tensiones nacionalistas; la disgregación de su coalición; la pérdida de confianza del Rey; incluso se apela a un severo problema dental (sic) que pudo mermar sus facultades.[10]
         Calvo-Sotelo ha escrito en profundidad acerca de esta dimisión: "No hay, a mi juicio, razones ocultas en la dimisión (...). El hombre que ha hecho la transición política no dimite por una sola razón: dimite desde un estado de ánimo (...). Había cansancio, porque su tarea fue abrumadora durante cuatro años y medio, y porque la soledad propia del que manda tuvo en él más acendrada angustia, al faltarle instituciones y hábitos democráticos de la sociedad sobre los que apoyarse (...). Había en él también desencanto y amargura: Adolfo se había sabido rodear en 1977 de hombres objetivamente más brillantes que él, sin miedo a que la luz de los demás oscureciera la suya propia; y la conducta de esos hombres en los que había confiado pudo parecerle en 1979 y en 1980 poco leal, sobre todo en las reuniones de la Casa de la Pradera (...). Sin duda también se sentía Suárez injustamente tratado por la opinión y por la prensa (...). Hubo, en efecto, una concentración de agresiones sobre su persona; y no supo defenderse de ellas desde la tribuna del Congreso de los Diputados (...). También había en su ánimo el deseo de que no se le atribuyera un excesivo apego al poder (...)".
"El ejemplo de Felipe González en su Congreso (del PSOE) de 1979, con una dimisión a la que siguió el retorno triunfal tres meses más tarde pudo también pesar en su ánimo (...). Pudo esperar Adolfo Suárez que yo iba a naufragar pronto y que entonces él volvería a encabezar las listas de una nueva UCD en unas elecciones anticipadas (...). Hubo, en fin, un noble sentido de la Historia en su dimisión (...): sabía que dejaba una obra importante: una obra que le asegura un lugar eminente en la historia del siglo XX español, y sabía, tal vez, que difícilmente lo que hiciera luego iba a añadir un codo a su estatura política de 1976, de 1977 y de 1978. Dimitiendo, quiso aislar su segunda navegación de la primera."[11]
         Según recuerda el general Gutiérrez Mellado: "Lo comentamos y me dio muchos argumentos. La principal razón era que había perdido la credibilidad de su gente (...). Cuando te atacan los de fuera lo entiendes; pero cuando te atacan los tuyos llega un momento en que es imposible gobernar (...). Lo que yo puedo asegurar de forma tajante es que el Presidente Suárez no dimitió por miedo a un golpe de Estado. ¡Eso no le iba ni a él ni a mí!"[12]
         Para De la Cierva, "Suárez no acertó a imponerse a los barones y a las tendencias ideológicas de UCD, entre otras razones, porque en diversos momentos de su vida política se había declarado sucesivamente miembro de cada una de ellas; dijo ser primero democristiano, luego socialdemócrata, luego (ya fuera de UCD) liberal. No supo intuir dónde estaba su verdadera fuerza política, que residía en la masa de sus votantes y en el disciplinado sector independiente de la UCD; y dimitió cuando supo que ya no contaba ni con su partido ni con la protección del rey. Comprendió bien su misión histórica cuando logró la Reforma Política y el consenso constitucional; pero nunca supo cuál era el horizonte de UCD como partido".[13]
         Por su parte, Alfonso Osorio le advirtió en 1977, cuando se separó de él: "Creo que como no te rodees de hombres de convicciones firmes, aunque resulten incómodos, en vez de un pequeño ejército de interesados en su propio éxito, tránsfugas de posiciones diferentes, que te abandonarán cuando no lo obtengan; como no percibas cuál es tu auténtico electorado; como no dotes al Centro de una ideología coherente, inteligible y firme, éste puede disolverse a los primeros embates y, sobre todo, a las primeras adversidades y entonces enormes masas de españoles no sabrán dónde ir, si no a la radicalización más absoluta".[14]
         Calvo-Sotelo supo darse cuenta de que Suárez era imprescindible para la continuación del proyecto político ucedista. Dirigéndose a algunos barones, les llegó a decir: "Este invento, del cual yo sé más que vosotros, que se llama UCD, sin Adolfo no aguanta (...). Adolfo es el clavillo (del abanico), las varillas no tienen más unidad que ésa, si quitáis el clavillo el abanico se deshace".[15]
Pocos días después de su dimisión, los Reyes hicieron su primer viaje oficial al País Vasco, durante el que se produjo otro de los episodios más tensos de la Transición. Los nacionalistas vascos, y especialmente Herri Batasuna, el brazo político de ETA, habían anunciado que no iban a tolerar la presencia en "su país" del Rey de España. El 4 de febrero, durante su discurso en la Casa de Juntas de Vizcaya, Juan Carlos I fue interrumpido por varios parlamentarios batasunos; los demás reaccionaron aplaudiendo al Rey y dando vivas a la Constitución. Mientras la policía se llevaba a los alborotadores, el Rey continuó su discurso proclamando su fe en el pueblo vasco frente a aquéllos que querían destruir la convivencia.
El 10 de febrero, en el Congreso de UCD celebrado en Palma de Mallorca, Calvo-Sotelo fue designado candidato a la Jefatura del Gobierno, mientras que Rodríguez Sahagún se convirtió en el nuevo presidente de la coalición.
La votación parlamentaria para elegir al Presidente se celebró el 20 de febrero. Calvo-Sotelo no consiguió la mayoría absoluta exigida por la Constitución, de manera que se convocó una segunda sesión, que se celebró la tarde del día 23. Mientras se procedía a la votación, el teniente coronel Tejero[16] irrumpió en el hemiciclo con un grupo de guardias civiles y secuestró al Gobierno y a los diputados; por su parte, el teniente general Milans del Bosch sacó los tanques a las calles de Valencia, esperando que la insurrección se extendiese. Poco después, el general Alfonso Armada, que hasta entonces había sido uno de los colaboradores más directos de Juan Carlos I, trató de convencer a los principales mandos militares de que este golpe de Estado -que ha pasado a la Historia como "el 23-F"- contaba con el apoyo del monarca.
Al ver que los guardias civiles estaban amenazando a los parlamentarios, Gutiérrez Mellado, superior de los asaltantes como miembro del Gobierno y como teniente general, se encaró a los hombres de Tejero, que forcejearon con él e intentaron reducirle. Suárez fue a defenderle, pero en ese momento los guardias empezaron a disparar sus armas; todos los diputados tuvieron que refugiarse detrás de sus escaños, con las excepciones de Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo, que estaba dispuesto a morir con dignidad.
         Después de silenciar a los parlamentarios, uno de los hombres de Tejero anunció que iban a esperar hasta que se hiciera cargo del poder una autoridad "militar, naturalmente". Esa alta personalidad que no llegó a presentarse como tal fue bautizada por los periodistas "el elefante blanco", y le han sido atribuidas varias identidades: Milans del Bosch, el teniente general De Santiago, el general Armada...
Juan Carlos I y su ayudante, el general Sabino Fernández Campo, llamaron uno por uno a los mandos militares y les dejaron bien claro que la Corona se oponía al golpe. Los oficiales se pusieron a las órdenes del Rey, unos por convicción democrática, otros por disciplina castrense, hasta que a las pocas horas de iniciado el golpe, los únicos reductos que quedaron en manos de los sublevados fueron el Congreso (rodeado por la Policía Nacional) y la ciudad de Valencia.
Durante aquella noche, secuestrado el Congreso, el Gobierno legítimo de España recayó en la Comisión Permanente de Subsecretarios y Secretarios de Estado, presidida por Francisco Laína.[17] Entrada la noche del día 23, el Rey consiguió difundir un mensaje televisado, en el que dejó clara su repulsa del golpe de Estado. A continuación le envió por télex un comunicado a Milans del Bosch, confirmándole su orden telefónica de que depusiera las armas, y ratificándole su lealtad a la Constitución. Entonces, el general dejó sin efecto su bando, acuarteló sus tropas y se fue a su domicilio a esperar tranquilamente la orden de arresto, que le llegó al día siguiente.
         La mañana del 24 de febrero, el golpe de Estado ya había fracasado. Tejero aceptó rendirse con una serie de condiciones, en cuya negociación intervino el general Armada. El documento de rendición se conoce como el Pacto del Capó, ya que se firmó sobre el capó de un Land Rover de los que estaban apostados a la entrada de la Cámara. Esencialmente disponía la salida "digna y honrosa" de los golpistas, que no serían desarmados, y se entregarían en sus cuarteles respectivos; también exigía la ausencia de responsabilidades para los asaltantes que tuvieran un rango inferior al de teniente.
Los principales líderes políticos han hecho su personal valoración sobre el golpe de Estado:
         En palabras de Carrillo, "cuando vi entrar a Tejero, en milésimas de segundo pensé: te ha llegado la hora. Pórtate dignamente; que no se rían de ti. No tenía duda de que si triunfaban yo sería allí una de las primeras víctimas. Creo que supe conservar el dominio de mí; no era una cuestión de más o menos coraje físico (...), era el sentido de responsabilidad: el líder del Partido Comunista no podía tirarse al suelo (...). Recorrí con la vista la Cámara y observé que la presidencia había desaparecido también (debajo de los escaños). Sentí una tristeza enorme. Recordaba los grabados del siglo anterior en los que se dibujaba la escena de la entrada de Pavía en el hemiciclo con los diputados en pie protestando airados contra el atropello. Lo que estaba viendo era muy diferente".
         "Aquello sólo podía pararlo el rey, con el peso de la autoridad que le había otorgado Franco más que con la suya propia, por entonces muy en entredicho entre los militares. El pueblo español, traumatizado aún por la memoria de la guerra y del terror que le siguió, no estaba en condiciones de salir a la calle a hacer frente a los sublevados como ocurrió en el 36 (...). En caso de que el rey no lo parase, aquello podía terminar de dos maneras: con una dictadura militar o con una claudicación de las Cortes y una ficción de Gobierno parlamentario presidido por un general del que se había venido hablando."
         "En este segundo caso, si esa noche se presentaba un general ante las Cortes, sitiadas por los guardias civiles sublevados, y solicitaba la confianza para formar un Gobierno de emergencia, ¿cuántos diputados -me preguntaba yo- nos atreveríamos a votar en contra? (...) Me angustiaba la idea. En aquel momento yo estaba seguro de mí y de Suárez -Gutiérrez Mellado no era diputado- y de algunos de mis camaradas. Pero la dictadura podía venir así, poco a poco, por vía parlamentaria, frustrándose una vez más las ansias populares de libertad."[18]
         También estaba en el hemiciclo el comandante Julio Busquets, dirigente de la Unión Militar Democrática, considerado un traidor por los militares inmovilistas. Para Busquets, que era diputado del Partit dels Socialistes de Catalunya, "una primera razón del fracaso está en la propia génesis del golpe, que de facto era resultado de la simple yuxtaposición de varios grupos de conspiradores, cuyos fines no eran los mismos (...). El resultado de la discrepancia fue que Tejero (...) machacó el golpe que él mismo inició", negándose a formar el Gobierno de concentración que Armada le sugería. Por otro lado, "el efecto dominó lo imposibilitó el Rey con su actitud decidida y enérgica".
         El militar aporta un episodio conmovedor, muy poco conocido: "Un bedel que mantenía cerrada la puerta principal del hemiciclo, puesto que se estaba realizando una votación. El buen bedel, fiel a la democracia pese a sus probables orígenes franquistas, porfiaba por impedir el paso a Tejero, que era más joven y fuerte, y le decía: Usted no puede entrar aquí".
Busquets recuerda asimismo la actuación de "un ayudante militar de Suárez al que llamábamos el Gurri, y que era pariente lejano de Gutiérrez Mellado, que al producirse el secuestro entró en el hemiciclo -a él no se lo podían impedir puesto que iba con el uniforme puesto y era comandante o teniente coronel- y fue a sentarse en las escaleras, al lado de Suárez. No dijo nada. Pero su actitud, sentado al lado del jefe del Gobierno, momentáneamente derribado, durante un muy largo rato, resultaba reconfortante, sobre todo si se tiene en cuenta que él no actuaba así por razones políticas ni ideológicas, pues era conservador, sino porque tenía un alto concepto de la disciplina militar y de la lealtad personal".[19]
Otra intervención que merece ser recordada fue la del exdiputado ucedista Antonio Jiménez Blanco, que en aquellos momentos era el presidente del Consejo de Estado, y que al enterarse de que sus antiguos compañeros estaban secuestrados se fue al Congreso para compartir su misma suerte.
         Refiriéndose al golpe, el general Gutiérrez Mellado dijo lo siguiente: "Aquel día pudo haber estallado una nueva lucha entre españoles, una tragedia que nos hubiera conducido a una situación análoga a otras anteriores de nuestra historia, en las que tanto sufrió nuestra Patria (...). Nunca olvidaré de aquellas horas el magnífico comportamiento de todos los empleados del Congreso, que actuaron con una dignidad, un respeto y un afecto extraordinarios". En cuanto a las causas, él apunta: en primer lugar, el terrorismo, del que se hizo responsable al Gobierno, que para muchos había abierto la caja de los truenos al traer la democracia; en segundo lugar, la formación del Estado de las Autonomías, que para algunas personas supuso la puesta en peligro de la unidad de España; también influyó la ambición personal de muchos militares y políticos que se vieron relegados por no ser capaces de adaptarse al nuevo régimen constitucional; y por último se refiere a que algunas personalidades escucharon los "cantos de sirena" de "algunos aduladores", que les hicieron creer que todos los españoles estaban en contra de las reformas y que les iban a apoyar si tomaban alguna medida para mantener el franquismo.[20]
         Frente a estas afirmaciones están las que afirman la inutilidad de aquella intentona: así, para Calvo-Sotelo, "el 23-F modificó muy pocas cosas en España, en muy pequeña medida y por muy corto tiempo, contra lo que ha solido afirmar un análisis ligero". De la misma opinión es Alberto Oliart, futuro ministro de Defensa: "A principios de 1981, una conspiración militar rápida y por sorpresa, casi más un putsch que un golpe de Estado, hubiera tenido alguna posibilidad de éxito. Pero la dimisión de Suárez y el nombramiento de Calvo-Sotelo como candidato rebaja mucho ese clima, porque desaparece la gran excusa: el supuesto vacío de poder que el Ejército debía llenar. El 23-F fue un intento de ir a por todas en el último momento, apoyándose en un golpe diseñado de una manera por unos y ejecutado de otra manera por otros", aunque "pudo acabar en baño de sangre".[21]
         Tras la resolución del golpe de Estado, el 26 de febrero Calvo-Sotelo se convirtió en el nuevo Jefe del Gobierno. Suárez fue recompensado por el Rey con el título de duque de Suárez, y continuó como un diputado más.
         A mediados de 1982 se produjo la liquidación de UCD. Fernández Ordóñez se pasó al PSOE, Herrero de Miñón a Alianza Popular, Óscar Alzaga creó el Partido Demócrata Popular... Finalmente, en el mes de julio Suárez abandonó UCD y creó de inmediato un nuevo partido, el Centro Democrático y Social (CDS), acompañado por algunos leales, como Rodríguez Sahagún y Calvo Ortega. Su objetivo era sacar adelante un grupo inequívocamente centrista, cohesionado, ajeno a las tensiones entre diferentes familias políticas, con un líder indiscutible y sin la amenaza de los barones que habían descompuesto UCD.
En las elecciones de octubre de 1982, Suárez y Rodríguez Sahagún se convirtieron en los únicos diputados del CDS. Las celebradas en 1986 supusieron un avance muy fuerte para esta formación, que consiguió diecinueve diputados y casi dos millones de votos. En enero de 1988 se integró en la Internacional Liberal y Progresista, de la que el propio Suárez llegó a ser presidente al año siguiente. En enero de 1988, Alfonso Marco Tabar representó al CDS en la firma del Pacto de Ajuria Enea, junto a los demás partidos democráticos de Euskadi.
Después de estos éxitos iniciales, el CDS empezó una decadencia pareja al auge de Alianza Popular. La formación liderada por Fraga fue aglutinando el voto del centroderecha, mientras que el PSOE recogió a amplios sectores del centroizquierda. En las elecciones generales de 1989 perdió cinco diputados. Suárez abandonó la presidencia del CDS el 26 de mayo de 1991, al conocerse los resultados de las elecciones municipales, que supusieron un fracaso enorme. Entonces se formó una dirección interina, hasta que en diciembre de 1993 Calvo Ortega fue elegido presidente. El CDS continuó participando en los comicios celebrados desde entonces, con resultados muy minoritarios, hasta que en 2006 anunció su integración en el Partido Popular.
Tras su andadura en el CDS, Suárez tuvo que abandonar la vida política. Además de su desubicación en una España dominada por la izquierda y la derecha, se enfrentó a severos problemas de salud en su entorno familiar, que se llevaron a su esposa, Amparo Illana, y a su hija Míriam. Su hijo, Adolfo Suárez Illana, fue candidato del Partido Popular a las elecciones de Castilla - La Mancha. Otra de sus hijas, Sonsoles, ha destacado como periodista de televisión.
En 1996 recibió el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia. A finales del siglo XX, afectado por una grave enfermedad mental, abandonó por completo la escena pública, convirtiéndose en uno de los políticos más respetados por todos los españoles, con independencia de sus ideas políticas.





[1] Preston, Juan Carlos..., págs. 321, 369, 373.
[2] Cruz, pág. 81.
[3] Prego, Presidentes, pág. 26.
[4] Calvo-Sotelo, Memoria..., pág. 93; Preston, Juan Carlos..., pág. 377.
[5] Calvo-Sotelo, Ibíd., pág. 203.
[6] En la voz dedicada al presidente de las Cortes Constituyentes, Antonio Hernández Gil, se desarrolla el proceso de aprobación de la Constitución con más detalle.
[7] Prego, Ibíd., pág. 103.
[8] De la Cierva, El PSOE..., pág. 149.
[9] Para un relato exhaustivo de esta reunión, vid. De la Cierva, El PSOE..., pág. 143 y ss; también Prego, Presidentes, págs. 104-105.
[10] De la Cierva, El PSOE..., pág. 171 y ss; Preston, Juan Carlos..., págs. 450, 454.
[11] Calvo-Sotelo, Ibíd., págs. 29-32; las cursivas son del propio Calvo-Sotelo.
[12] Picatoste, pág. 158.
[13] De la Cierva, El PSOE..., pág. 28. El paréntesis, sic en la cita original. Vid. también las págs. 126-127, 158-60, 171 y ss.
[14] Osorio, pág. 335.
[15] Prego, Presidentes, pág. 119.
[16] En las voces destinadas a Juan Carlos I, Antonio Tejero y Jaime Milans del Bosch se amplían algunos aspectos de la jornada del 23-F.
[17] La lista íntegra de este organismo, con indicación de los cargos que desempeñaban sus componentes, en Diario16, Historia de la Transición, vol. II, pág. 660.
[18] Carrillo, pág. 712 y ss. Todas las acotaciones y destacados, sic en la cita original.
[19] Busquets, pág. 336 y ss. Todos los destacados, sic en la cita original.
[20] Picatoste, págs. 117-121.
[21] Calvo-Sotelo, Memoria..., pág. 169; artículo de Oliart publicado en El País Digital, 23 de febrero de 2001.

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