domingo, 20 de abril de 2014

El sueño del anciano dictador

         A finales de 1973, Francisco Franco Bahamonde es un anciano militar de 81 años de edad que ha visto demasiadas cosas y ha hecho matar a demasiada gente. Prácticamente no queda en pie ninguno de sus amigos, ni de sus enemigos. José Antonio Primo de Rivera, ese joven exaltado que le hizo sombra con su Falange paramilitar, lleva muerto 35 años; los últimos de ellos, enterrado en el gigantesco mausoleo del Valle de los Caídos en el que reposará el mismo Franco, tan lejos del cementerio ferrolano de Catabois en el que le habría correspondido acabar. Sanjurjo y Mola también quedaron muy atrás, sin conocer el Franquismo pero haciéndolo posible; dos generales de estampa joven, aguerrida, tan diferente de la sombra pequeña, cargada de hombros y acorralada por el Párkinson del Generalísimo de magistratura vitalicia.




         Mientras pasea silencioso por los pasillos del palacio de El Pardo, Franco endurece su expresión y aprieta los dientes pensando en sus enemigos que se le escaparon, a los que no pudo poner ante el pelotón de fusilamiento como hiciera con tantos otros. Alcalá-Zamora, aquel señorito cordobés, desdeñoso, traidor al rey Alfonso XIII del que fue ministro... y, sobre todo, Azaña. Al Caudillo no le consuela la imagen del enfermo agonizante y solo, acosado por la Gestapo de su antiguo aliado, Adolf Hitler. Le habría gustado arrastrarlo por las calles de Madrid o meterlo en una jaula del zoo durante varios años. Sólo así -reflexiona el anciano dictador- se habría dado algo de satisfacción a la casta militar, a sus militares, sus compañeros de armas, castigados y ofendidos por aquel escritor de tres al cuarto, masón vergonzante, que tuvo la osadía de reformar al Ejército y ponerlo a la libre disposición de los paisanos; ¡como si ahora los perros guardianes se fueran a dejar dominar por las ovejas!

Azaña y Franco

         El general siente un escalofrío repentino; que no llega a ser miedo, porque ése es un sentimiento que el Caudillo desconoce, al igual que la lujuria o la piedad. De pronto siente una desazón extraña, una inquietud. Quizás su vida se ha prolongado demasiado. Ahí está, gorra de plato, guerrera caqui, la tan ansiada Cruz Laureada en la solapa... esas botas militares que aprietan con cierta fuerza sus pies de anciano atacado por la flebitis. Quizás ha llegado más lejos de lo que le habría correspondido por ley de vida, por las exigencias de aquella vida dura con la que, en el fondo, siempre ha tratado de darle en el morro a aquel papá frívolo, despreciador de su esposa beata y su hijo enclenque y de voz de falsete...




         Su hermano Ramón, el aviador de cabeza hueca, se fue hace treinta y cinco años; también quedó muy atrás, en los tiempos de la penicilina y las radios de galena, aquel monarca campechano que apadrinó su boda con Carmen -su nieto Juanito, silencioso y alicaído, no tiene nada que ver con aquel español vocinglero y castizo, borbónico a la manera de Fernando VII y de aquella fresca de doña Isabel-. Aquel borracho de Queipo de Llano, pariente y compinche de Alcalá-Zamora, que se creía el Rey de Andalucía y trató de disputarle -¡a él!- el poder, purgó su chulería relegado en Italia y regresó a tiempo para morir en Sevilla y ser sepultado en la Macarena. También se fueron -¡y con pocos meses de distancia!- los leales de verdad: José Millán-Astray, a quien la Muerte no se atrevió a llevarse de golpe y lo fue haciendo cacho a cacho, como a traición; Juan Yagüe, Enrique Varela... ¡y Pablo Martín Alonso! El Caudillo suspira al recordar a su amigo y paisano, muerto siendo ministro como consecuencia de una operación médica de poca monta. También se fue Muñoz Grandes, el héroe de la División Azul... ¡¡de quien la gente decía que él, el Generalísimo Franco, le tenía miedo!!

Millán-Astray y Franco; Queipo de Llano, en trance; Muñoz Grandes con Hitler

         De todos sus amigos de la infancia sólo le quedan Pedrolo Nieto Antúnez y Camilo Alonso Vega... No; Camilo no -deniega el viejo, meneando con fuerza la cabeza-, Camilo se fue al Cielo hace un par de años. Al Cielo o al Walhalla; allá donde terminen los viejos espadones salvapatrias. Al Caudillo no le molestaría irse al Cielo de los Guerreros, a hacerle el relevo a Narváez, a Primo de Rivera, al Gran Capitán... ¡a lo mejor tenía la fortuna de encontrarse allí con Riego, o con ese chaquetero de Serrano, para hacerles fusilar!



         El Caudillo apoya la frente contra la ventana de su despacho de El Pardo, contemplando distraído el relevo de la guardia. De todos los amigos y enemigos que formaron su universo particular, cuando era el general más joven y ambicioso de Europa, sólo le quedan tres o cuatro sombras incordiantes. Don Juan, ¡cómo no!, aquel Borbón arrogante y tan mal aconsejado por los liberales, que no pudo reinar porque lo último que habría hecho Franco en la vida habría sido entregarle el poder, cuadrarse ante él y quedarse en primer tiempo de saludo esperando órdenes. Aunque, bueno -se sonríe el anciano dictador, atusándose el bigotillo casi invisible-... él no se habría cuadrado ni ante don Juan de Borbón, ni ante el mismísimo Felipe II si hubiera salido de su sepulcro de El Escorial a pedirle que resignase el mando. Cuando a uno le entregan el mando, es para siempre; no se puede rendir la posición, máxime cuando la fortaleza asignada se llama España y está cercada por los marxistas, los judíos, los masones, los librepensadores y el contubernio internacional.



         Ni siquiera ahora, cuando siente el frío de la Muerte que le agarra del brazo y le hace perder el pulso -aunque no por miedo-; ni siquiera ahora se atreve a entregar el poder. ¿Quién sabe? No quiere acabar colgado boca abajo de una gasolinera de la Campsa, como su admirado Hitler... ¿o quizás fue Mussolini? La mente le patina de nuevo al anciano general, superviviente de la guerra contra Abd-el Krim, contra las hordas de Stalin, contra los ingleses revanchistas, hijos de la Gran Bretaña y de la puta que les parió...

Serrano Suñer, Franco y Mussolini

         El general repasa por encima su árbol genealógico. Monchiño murió en el mar, aquel cabeza hueca, en el vuelo del Plus Ultra... o no, combatiendo contra los rojos. ¿O fue contra nosotros? Le parece recordar que su hermano quiso ser diputado por la Esquerra catalana, pero es un pensamiento tan descabellado que no tarda en descartarlo. Su hermano mayor, Nicolás, se ha hecho de oro en la empresa privada, aprovechando sus contactos; su cuñado Ramón... ¡ay, Ramón! Franco sonríe nuevamente, con malicia. A Ramón hubo que sacrificarle por la Patria porque se le veía demasiado la afición por las águilas nazis, y en aquellos momentos pintaban bastos; mejor dicho, oros. Oros ingleses y americanos. Ramón sigue con vida; el Caudillo no puede saber que vivirá más de cien años; que llegará a traspasar la barrera inverosímil del siglo XXI, y que podrá escribir sus reflexiones, o consultar sus fotos de batalla con su admirado Hitler y con Himmler, a través de un invento inconcebible que se llamará Internet.

Ramón Franco

         En su retahíla de recuerdos, el Caudillo no piensa en su primo y tocayo, el huérfano Francisco Franco, Pacón, que lleva acompañándole toda la vida como una maleta vieja; una sombra triste y llena de resentimiento por no haber sido nadie al lado de aquél que durante casi medio siglo lo fue todo.

Pacón Franco (1º dcha.), siempre un paso por detrás de "Paquito"
(El 1º izda., el coronel Moscardó)

         El general Franco se sienta en su sillón y enciende la lamparita con flecos de su dormitorio, la misma que se hace llevar a las Cortes cuando le apetece leer algún discurso a sus procuradores. Aún tiene fuerzas para pensar en lo extremadamente jóvenes que son sus ministros, de un tiempo a esta parte. ¡Él ya era Jefe del Estado antes de que muchos de ellos se afeitaran la barbilla por vez primera!

Los años pasan, el Movimiento y la lamparita permanecen

        A punto de adormecerse en su sillón, Franco levanta la cabeza y enseña los dientes con rabia de animal acorralado y herido. ¡Ay, estos comunistas! Si no ocurre un milagro, si no tiene la fortuna de que a alguno de ellos se le ocurra pisar España y le echen el guante a tiempo los hombres de Arias Navarro, tanto ese asesino de Carrillo como esa mala puta de la Pasionaria van a tener ocasión de celebrar su muerte con champán, o con lo que brinden los demonios en el Kremlin! Estos comunistas llevan años y años oponiéndose a él, tratando de prolongar la guerra con ridículos anuncios de huelgas y con bazofia vomitada por su Radio Pirenaica. Al Caudillo se le acelera el pulso, en contra de lo que le han advertido sus médicos. ¡Sería capaz de devolver la Laureada de San Fernando, si le garantizasen que en su capilla ardiente su ataúd iba a estar flanqueado por las cabezas, metidas en sendas picas, de Carrillo, la Pasionaria y ese cabrón de Alberti, comunista hasta las trancas y amigo de aquel Lorca al que hubo que matar por maricón! Y en la cuarta esquina... el Caudillo se relame pasando revista. En la cuarta esquina, quizás la cabeza gorda, de nariz de patata, de Juan de Borbón.

Alberti y la Pasionaria, en el Congreso

Entierro de Camacho, por la Puerta de Alcalá

         Finalmente, el viejo siniestro se duerme; aún ronda su mente un último pensamiento, reconfortante hacia su viejo subordinado Carrero Blanco, su perro fiel. Con él al frente del timón -al fin y al cabo, como almirante que es-, el anciano Caudillo puede relajarse un poco y descansar. Es miércoles, 19 de diciembre de 1973... dentro de poco llegará la Navidad. 


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