miércoles, 21 de diciembre de 2016

La boca del infierno (Crudos Sucios Sangrientos)

Durante estas fiestas navideñas, para haceros más llevaderas las fiestas, Cristina Selva y un servidor compartiremos con todos vosotros un par de relatos de nuestro libro Crudos Sucios Sangrientos... con la recomendación de que los leáis con la luz bien encendida y, a ser posible, con un hacha en la mano por si tenéis que defenderos.
Que lo disfrutéis.


La boca del infierno

Bonifacio Magano, el ganadero con mayor número de cabezas de vaca, conocido por su rudeza y su incansable capacidad de trabajo, arrastraba los pies por el camino de vuelta desde la granja hasta su casa. El cielo estaba encapotado como una enorme panza de burra y la humedad espesaba tanto el aire que le costaba entrarlo en sus pulmones. El polvo le besaba las botas y se adhería a ellas, a su ropa y a su piel como una amante pegajosa. Se sentía sucio, muy sucio, y cansado, pero satisfecho. Los brazos y la camisa llenos de sangre, el cuello y la espalda empapados en sudor, y de rodillas hacia abajo todo estiércol.
En la puerta de su casa le esperaba el alcalde, buen amigo y confidente.
–¿Qué hay, Boni?
–Aquí estamos, reventado.
–Hueles a sangre y a mierda que apestas.
–Una vaca, que se le ha atravesado el ternero y ha estado quince horas de parto –ante la cara de interrogación que puso el alcalde continuó dando explicaciones–: todo bien, la vaca y el ternero.
–No sé para qué diantres las sigues cruzando.
–Por costumbre, amigo mío, por costumbre... Y para seguir el ciclo de la vida, unas se me mueren, otras tendrán que nacer... digo yo. ¿Un chato?
–Pues vale –el alcalde miró hacia arriba–. Hoy está el cielo que quiere llover pero no puede, como tu vaca –el ganadero contestó con un gruñido.
Entraron en la penumbra de la modesta casa de Bonifacio. Se lavó hasta los codos y le sacó al alcalde una salchicha seca de la que cada uno se partió un trozo con las manos. Se sirvieron un par de chatos de vino y continuaron conversando.
–Esos terneros tuyos... ¿acaso tienes para alimentarlos?
–No hay pasto y se mueren la mitad, enfermos; pero, ¿qué quieres que te diga, amigo? Tienen que venir al mundo, pues que vengan... Y si se mueren por el camino... pues que se mueran... ¿quién soy yo para impedir el ciclo de la vida?
–¿El ganadero?
–Ya... es que me niego a darme por vencido, esto tendrá que cambiar en algún momento, ¿no?
–No. No tiene por qué hacerlo –sentenció el alcalde–. Nos hemos acostumbrado a vivir así y así seguiremos.
–Tampoco puede ir a peor entonces...
–Siempre puede ir a peor, Bonifacio..., siempre... Acércate a verlo, por favor. Y me das tu opinión.

La desolación se había cebado con aquel pueblo perdido situado en las faldas de la montaña llamado Cañasagra. Primero fue el cierre de la central lechera, un auténtico desastre. Más de la mitad de la población se quedó sin trabajo, y la otra mitad, la ganadera, no sabía a quién venderle la producción de leche de sus vacas. Luego fue la sequía; los pastos se quemaron por la falta inaudita de lluvia y el ganado pasaba hambre. Como consecuencia de ello enfermaron más de la mitad de las cabezas y la otra mitad dejó de producir al mismo ritmo.
Los jóvenes vagaban perdidos sin saber muy bien qué hacer con tanto tiempo de asueto, salvo fumar sustancias ilegales y perder la juventud entre patéticos delirios imposibles y sueños truncados. Los hombres bebían en la taberna vino de barril barato mirándose unos a otros sin mucho que decirse, y las mujeres andaban depresivas y malhumoradas gritando a las criaturas por felices y revoltosas; y a los esposos por tristes y vagos.
Es fácil entender que el pueblo era caldo de cultivo para crear una sociedad de dementes, desquiciados y enfermos de alma. Sus habitantes habían nacido allí, se habían criado allí y jamás contemplaron la posibilidad de salir de su lugar de origen. Sencillamente se dejaban arrastrar por la vida como un tronco lo hace por la corriente.
Nunca sucedían cosas extraordinarias salvo algún nacimiento que solía ser un descuido; nadie a esas alturas se atrevía a traer hijos al mundo tal y como estaban las cosas.
Hasta que aquel día plomizo sucedió algo asombroso. No extraordinario por bueno, sino por diferente. Suceso que cambió el bullir del pueblo. Un profundo agujero surgió de la nada en el límite entre el camino de entrada y el camposanto. Como un pozo redondo, perfecto, oscuro e insondable. Fueron muchos los que se asomaron y ninguno el que se atrevió a volver a hacerlo. Parecía como si el mismísimo Demonio hubiera querido instalar la puerta de su morada a las afueras de la pequeña aldea.
Bonifacio, a pesar del cansancio, decidió acercarse a ver qué coño pasaba con el agujero aquel del que todo el mundo hablaba. Lo hizo cerca del crepúsculo. Asomó la cabeza; aquello no era más que una caverna profunda donde no se colaba nada de luz. Gritó eo eo para comprobar si había eco, pero su voz grave se la tragaron las profundidades de la tierra sin ofrecer reverberación alguna.
El sol se encogía atenuando su luminosidad rojiza y exigua tamizada por los nubarrones, y Bonifacio pensó que el maldito boquete no era más que un fenómeno absurdo de la naturaleza, que parecía querer reírse de las buenas gentes de aquella zona. Nada de demonios ni de absurdidades de supersticiosos ignorantes como eran los cañasagreses. Apuró la última calada de su tabaco de liar y lo tiró al agujero. Mi granito de arena para tu fuego, Satán. Se marchó a grandes y energéticas zancadas. El vino le había sentado bien.
Nada sucedió hasta la tercera noche después de que apareciera la gruta misteriosa. Se escucharon gritos desgarradores en mitad de la madrugada. Bernarda, la panadera, había desaparecido dejando en el horno los panes del día siguiente al capricho destructor del fuego, que no dejó más que pequeños montones de triste ceniza. En la mañana, los habitantes de Cañasagra caminaban cabizbajos lamentando entre dientes la falta de pan del día, sin pensar mucho en el miedo que comenzaba a instalarse en sus corazones.
Más tarde desaparecieron los mellizos de la costurera, que se había quedado en el taller hasta bien entrada la madrugada terminando unos quehaceres para la mujer del alcalde. Otra noche se esfumaron tres adolescentes que habían ido al río a beber cervezas, aunque sobre ellos se dijo que igual se habían marchado para buscar una vida nueva en un lugar más esperanzador.
Luego fue el monaguillo, las mujeres del enterrador y del herrero; y el bebé del alcalde, arrebatado del pecho de su madre por una sombra oscura mientras lo amamantaba.
El terror y el nerviosismo se apoderaron del pueblo. Nadie salía de sus casas, las puertas y ventanas estaban atrancadas con maderos y los cuchillos, hachas y escopetas de caza dormían bajo las almohadas. El Demonio se había instalado en Cañasagra y no había manera de echarlo. Todo por el maldito agujero.
El alcalde dio parte a la consejería, que envió a un par de técnicos, un experto espeleólogo y un geólogo que cercaron la cueva y se introdujeron con cuerdas en ella para no volver a salir de allí.
En las esferas políticas se elaboraron informes sobre grietas aparecidas tras riadas, cuevas tras terremotos y oquedades ocultas bajo finas capas de arcilla que quedaban al descubierto cuando llovía, pero nada como eso. ¿Un agujero de la nada? ¿Tan perfecto? ¿Tan antinatural? Nunca se había visto algo igual. Y las conjeturas se trasladaban de papel en papel por la burocracia de los despachos sin llegar a resolver nada.
Tras el incidente de los técnicos de la consejería llegaron dos patrullas de la Guardia Civil que iluminaron con potentes focos la entrada de la oquedad, introdujeron instrumentos especiales para medir su profundidad, encontrar agua u otros elementos naturales singulares como algún tipo de animal o vida desconocida, fluidos extraños o gases mortales. Nada. El que se metió dentro no volvió a salir y los que se quedaron fuera desaparecieron por la noche sin dejar rastro.

Continuará



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